Hombres notables han amado el libro con tal apasionamiento y en circunstancias tales, que han sido sus víctimas. Con razón se ha dicho que el que quiera conocer de súbito todas las miserias de la tierra, ha de verse obligado a vender sus libros. Ha de causar ciertamente una dolorosa tristeza la necesidad de vender los libros que hemos logrado reunir a costa de esfuerzos y sacrificios y que han sido nuestros compañeros fraternales en las horas de alegría y en las horas de abatimiento; esos libros, como el humanísimo “Don Quijote”, que nos han hecho reír y nos han hecho pensar, o han sido un bálsamo para nuestras heridas, o nos han aconsejado sabiamente en la incertidumbre y en la angustia.
Ante nuestra imaginación desfilan los que no tuvieron otra pasión que la del libro y por él vivieron y murieron. ¡Cuántas tragedias íntimas y silenciosas!... Citemos someramente algunas de esas victimas ilustres del libro, aunque solo sea para ejemplaridad de los que, desconociendo su valor y trascendencia, sienten por él, en su triste ignorancia, indiferencia o desprecio.
El abate Claudio Goujet (1697-1767), historiador, murió de pena, después de haber vendido, por azares de la suerte, su biblioteca, en la que había llegado a reunir diez mil volúmenes. El filólogo Ricardo Brunck (1729-1803), que se vio precisado de desprenderse de sus libros, lloraba cada vez que oía citar a alguno de sus autores predilectos. De la Bedoyère logró reunir, durante veinte años, una colección de libros y estampas de la Republica francesa, y tuvo que venderla. Arrepentido de ello, solo pudo recuperarla después de tantos sacrificios que le causaron la muerte. Gaupil, profesor de Botánica en Paris, murió de desesperación al ver saqueada su biblioteca por la multitud. Lo mismo ocurrió a Colnet du Ravel, que en la revolución de 1831 contempló sus libros impíamente arrojados al Sena. El sabio italiano Urceo, después de haber trabajado una noche en su biblioteca, salió sin extinguir la lámpara, y el fuego devoró sus papeles y sus libros; él se arrojó entre las llamas para salvarlos, y luego huyó y anduvo errante por los bosques.
Conocido es también el caso de Lanwers que pasaba toda suerte de privaciones para poder enriquecer su biblioteca, y la muerte le encontró con la mirada fija en sus libros; no había querido desprenderse de uno solo de ellos para cambiarlo por un pedazo de pan. Otra víctima del libro fue el austero filósofo católico Bordas Demoulin (1798-1859), que vivía pobremente, privándose de lo más necesario para poder adquirir libros. Un día bajo de su buhardilla para comprar, con los últimos céntimos que le quedaban, un pedazo de pan; pero al pasar delante de una librería de viejo, vio un libro que le interesaba. Si lo adquiría, se quedaba sin pan. El buen filósofo no vaciló: compró el libro y volvió contento a su buhardilla, de donde salió pocos días después para el Hospital Lariboisière y el cementerio. Proudhon, otro gran amigo del libro, confesaba haber llorado ante el caso de Bordas Demoulin y haber visto en la vida de este filósofo el reflejo de su propia vida.
Citaremos, por último, el caso del ilustre periodista Armando Bertin (1801-1854), director del Journal des Débats, que se extinguió en su biblioteca, poco después de la muerte de su esposa, mientras acariciaba uno de los libros favoritos de ella...
Si hemos mencionado estas víctimas del libro, entre otras muchas, esto no significa, ciertamente, que sea preciso llevar a tales extremos la bibliofilia. Tal vez alguno de esos hombres era, mas que bibliófilo, bibliómano: y el bibliómano ya sabéis que es un ser raro, que colecciona volúmenes por puro afán de coleccionarlos o por vanidad pueril, como podría reunir otros objetos, y sólo los conserva para sí, como guarda el avaro sus tesoros.
Carlos Róala.
Articulo premiado en el concurso convocado por la Cámara Oficial del Libro de Madrid en 1927 con ocasión de la Fiesta del Libro. Recuperado del hermoso sitio web "hay que leer más".